Cuando fui a comprar el pan esta mañana, Juan, el chino que
tiene un negocio de frutos secos en los bajos de mi casa, no se encontraba en
la tienda. Su mujer, que daba de mamar a su hijita, me dijo que esperara un
minuto, que no tardaría en volver. No mencionó adonde había ido Juan, y como se
demoraba le dije que volvería más tarde; aunque, en verdad, pensé que lo
compraría en el supermercado.
Iba a marcharme, pues, cuando el chino
salió de la trastienda ajustándose el cinturón. Se señaló el vientre y dijo:
—No está tripa mucho bien.
A continuación me preguntó si podía
hacerme cargo de la tienda mientras iba al médico. Lo dijo con la naturalidad
del que pide que le pases la sal. Desconcertado, acerté a sugerirle:
—¿Por qué no te sustituye tu esposa?
—Ella tiene cuidar niña —me respondió.
De manera que, sin mucha convicción, le
contesté que de acuerdo —todavía no sé por qué—, pero que se diera prisa,
porque tenía mucho que hacer.
Cuando la mujer, china también, terminó
de darle el pecho a su hija, un bebé de unos seis meses, de mofletes rojos como
dos amapolas rojas, la dejó en un cochecito y desapareció. Así que me quedé
solo a cargo del negocio. Lo cual me inquietó sobremanera, pues desconocía el
precio de los artículos, si exceptuamos el pan, claro, que compro cada día;
además, debía ocuparme de la criatura, cuyas costumbres desconocía.
Pese a mis temores, resolví la
situación con bastante pericia. Vendí ocho barras de pan, tres refrescos,
doscientos gramos de cacahuetes, cinco chicles, una bolsa de patatas fritas… Y
la niña, aunque lloró hasta que le puse el chupete en la boca, estuvo durmiendo
muy tranquila.
Pasaron como dos horas hasta que
apareció el chino. Me pidió una barra de pan, pagó sesenta céntimos y se
marchó. Tan rápido que ni siquiera pude preguntarle qué le había dicho el
doctor. Poco después regresó la china con un tupperware de tallarines. Me los comí con ganas, acompañados de una
Coca Cola light que tomé de la nevera.
Luego todo transcurrió como si me hubiera dedicado al comercio toda mi vida. Al
terminar el día, la china y yo hicimos caja, cerramos la tienda y nos fuimos a
su casa. Desde los brazos de su madre la niña me miraba con extrañeza mientras
cenábamos en la cocina.
©Manuel Navarro Seva