El sábado tocaba baile. Lo llevé
directamente desde la residencia. Él lo sabía y me preguntó si le había llevado
las otras botas. Las que suele usar para bailar, unas que son más flexibles que
las de cuero. Le dije que no, que lo había olvidado. Se quedó unos instantes
callado y al cabo dijo: «Vale, entonces bailaré con estas». «Sí, con esas
también puedes bailar». Se puso las gafas de sol y guardó la funda en el
bolsillo de la camisa. Le pregunté qué había desayunado. «Café con leche y dos
madalenas». «¿Te has preparado tú el café?». «No, ha sido la educadora». No
recuerdo bien si dijo educadora o voluntaria. En esto llegamos al centro
cultural, donde bailan. Había dos nuevos: una chica y un chico mayor, de unos
sesenta años. Faltaban algunos del curso anterior. Unos minutos después
llegaron los profesores, un matrimonio que lleva años trabajando con los
chicos. Dos personas cariñosas, y buenos profesores. Qué paciencia tienen. Yo
me fui a dar un paseo y cuando regresé aún no habían terminado la clase. Me senté
a leer la novela junto a la sala de baile. Oí cómo reían. Enseguida, la música,
un merengue, y cómo Julio le decía a Manu que diera la entrada: «5, 6, 7 y…».
Cuando salió estaba cansado y se sentó un momento. «Mira, te he comprado esta
contera, tiene la base de apoyo mucho más ancha». La observó y dijo: «Vale».
El domingo por la noche cuando lo llevé a la residencia enseñó a todos la nueva contera.
©Manuel Navarro Seva
Madrid, 21 de octubre de 2014
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