En ese instante, todos supimos que jamás volveríamos a
vernos. Habíamos estado achicando el agua, pero la brecha era demasiado grande.
Me dejé llevar por la corriente fría. Algunos conseguimos llegar a tierra. Aterido,
me senté en la arena abrazando mis rodillas. Pensé que iba a morir y me acordé
de mi mujer y de mi pequeño. Estaban a salvo en la aldea. A la mañana siguiente
un hombre me despertó, me cubrió con una manta y me dio agua. Los demás estaban
muertos.
©Manuel Navarro Seva
Lamentablemente, el pan nuestro de cada día, Manuel. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarUn tema de difícil solución. Pero muy importante. Gracias, Mayte.
ResponderEliminarTan triste como actual, desgraciadamente. Lo más triste es que cuando consiguen llegar a tierra firme les esperan con escopetas y pelotas de goma.
ResponderEliminarAsí es, Josep. Tiene que haber solución. Gracias por pasar.
ResponderEliminarHola, Manuel. Buen minicuento, te deja el sabor amargo de lo inevitable.
ResponderEliminarTengo un cuento que se llama Kunto, lo escribí hace unos cuatro años en Madrid, acababa de ocurrir uno de esos desastres y las noticias no hablaban de otra cosa. Te lo enviaré a tu correo.
Abrazos
Gracias, Heberto. Será un placer leer tu cuento. Abrazos.
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