A los pocos días de llegar a la playa eché en falta a la mujer
francesa que solía jugar con el marido a las palas, metidos los dos en el mar
con el agua hasta las rodillas. El hijo, un muchacho discapacitado, se colocaba
de pie en la orilla con una pala en cada mano, peloteando consigo mismo,
esperando que alguno de sus padres quisiera jugar con él, cosa que no era muy
frecuente. Así pasaban los tres casi toda la mañana.
Este año el padre jugaba con el
muchacho dentro del agua, como lo hiciera en el pasado con su mujer. Me extrañó
verlos a ellos dos solos, y me pregunté por qué no estaba la mujer. Había
muerto, eso es lo que pensé. Podía haber pensado que el matrimonio se había
separado o que ella se había quedado en Francia cuidando a su madre enferma o
trabajando, pero pensé que ella había muerto. Era una mujer muy delgada y tal
vez había muerto de cáncer. No sé, una vez los vi en el bar de la esquina de mi
calle sentados a una mesa, tomando algo, y ella estaba fumando. Así que pensé: cáncer
de pulmón, seguramente.
A partir de entonces, sentí lástima del
marido y, sobre todo, del hijo. Pero al mismo tiempo me alegré de ver cómo
ahora se habían reencontrado los dos. Incluso me pareció que el padre bromeaba
con el chico, le sonreía, le daba palmaditas en la espalda; en una palabra, se
necesitaban el uno al otro. Cómo une a las personas el hecho de perder a un ser
querido. En una ocasión estuve a punto de preguntarles cómo había sido, cuándo,
pero no me atreví. Al fin y al cabo solo los conocía de haberlos visto
anteriormente en la playa jugando a las palas, y al chico bajando la sombrilla,
clavándola en la arena y esperando con las palas en la orilla del mar. Nunca
había hablado con ellos.
Un día me decidí a preguntarle a
Olivier, así me dijo que se llamaba. Pero me pareció que debía sonsacarle la
respuesta sin hacerle sufrir con una pregunta directa. Así que le dije: «Olivier,
¿tu madre no está?», y él se limitó a decir que no. Y yo no necesité más
preguntas ni más respuestas. Supe que la madre había muerto como imaginé. A
partir de ese día Olivier se acercaba a saludarme cuando me veía y nos
estrechábamos las manos, y yo le hubiera dado un abrazo de pésame, pero no me
parecía correcto, qué pensaría su padre si me veía abrazándolo.
Me di cuenta más tarde de que Olivier
no comprendía bien el castellano, conocía solo algunas palabras. De manera que
cuando lo veía me esforzaba por saludarlo en su propio idioma, y él me
contestaba y sonreía.
Una mañana, cuando daba mi rutinario
paseo por la playa, vi a la madre jugando a las palas con el padre, con el agua
hasta las rodillas, y a Olivier esperando en la orilla con las dos palas y la
pelota. Lejos de alegrarme, me sentí contrariado. Supongo que porque ahora
Olivier estaba de nuevo solo.
6 comentarios:
ah, ya lo sabes, a este cuento le tengo yo más cariño que si fuese mío. Fue lo primero que leí de Boris Rudeiko y menuda presentación, a partir me enganchó para siempre jamás, jejjeje
Qué alegría, ñam, verte de nuevo por aquí. Ya sé que le tienes cariño a este relato. Yo también se lo tengo, pero es que es uno de mis hijos preferidos.
Besos,
Para mi tambien es uno de tus mejores cuentos, si alguna vez alguien hace una antologia de tus mejores cuentos, este sin duda sera incluido.
Alma
Hola, Alma,
Muchas gracias por dedicar tu tiempo a leer y comentar mi blog.
Eso que dices sobre una antología de mis mejores cuentos suena demasiado bien.
Me alegra que te guste este relato.
Un cordial saludo,
Boris.
Estoy leyendo el libro, Manuel. Los relatos están contados de una forma muy natural y amena. Son circunstancias que nos rodean un día tras otro, de esta manera es fácil identificarse con muchas de las historias, en este caso: Olivier.
Te felicito.
Un abrazo, compañero.
Miguel Ángel, me alegra que estés leyendo mi libro y que, como dices, te sientas identificado con muchas de las historias. Tu apoyo para mis libros es muy generoso. Te lo agradezco mucho. Un abrazo.
Manuel
Publicar un comentario