Un día del mes de
febrero, cuando el coronavirus era un virus lejano, fui al chino a comprar algo
que necesitaba con urgencia —no recuerdo si fue una pila para el reloj, un
paquete de folios o un carrete de hilo—. Le pregunté a Juan cómo estaba su
familia en China. Me dijo que «todos bien». Sin embargo, las cifras de muertos
y contagiados en Wuhan eran alarmantes. Yo pensaba que quizá los chinos tenían
algo especial en sus genes, y por eso el virus se cebaba en sus compatriotas.
Pero estaba equivocado.
Hoy, por primera vez
tras casi cincuenta días de confinamiento, he salido con Juana y Manu a dar un
paseo con mascarilla por los alrededores de casa. Hace un día precioso, de
verano, y ha sido una experiencia tan deseada que hemos disfrutado cada minuto,
cada paso. Todo está verde, la hierba muy alta y no había mucha gente.
Algunos negocios han
empezado a funcionar. Juan aún no ha abierto su tienda después de marcharse de
vacaciones antes del decreto de alarma, y eso no es una buena señal.
Madrid, 2 de mayo de 2020
© Manuel Navarro Seva
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